Dios también se equivoca – Julián Arroyo Pomeda

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Una mañana temprano Dios se levantó furioso y muy enfadado consigo mismo. Llamo a sus seguidores de más y mayor confianza y les comunicó que tenía que crear el mundo otra vez, porque había llegado a la conclusión de que estaba mal hecho. El sabio racionalista Leibniz también se equivocó al justificarle: este no es el mejor de los mundos posibles. No puede serlo, porque se ven cada vez más guerras, equivalentes a las dos mundiales, crímenes por doquier, racismos, machismos, destrucciones y venganzas. A partir de aquí les dijo que le dejaran pensar porque esta era una obra grandiosa y no podían equivocarse otra vez. Ordenó que resucitaran todos los muertos, que se encontraban con en su gloria y se pusieran a su servicio para trabajar en esta acción, realizar la segunda creación. Era imprescindible ponerse manos a la obra. Menudo desastre y chapuza habían conseguido, incluso con la Providencia. El maligno no paraba de provocar.

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Extracto

1. La decisión divina
Aquella mañana Dios se levantó con una energía extraordinaria y con un enfado monumental. Su costumbre era madrugar todos los días, porque organizar el Reino de los cielos implicaba demasiado trabajo. El de la tierra no, porque para eso tenía a la Iglesia con su mayor representante en la sede de Roma, pero el cielo lo llevaba él personalmente.
Hacía noches que dormía con mucha preocupación. Pensaba tomar una decisión, que podría conmocionarlo todo. Le daba vueltas en la almohada, porque no se podía equivocar. Una equivocación divina sería el definitivo final, que ni el mismo Dios podría corregir ya.
El día estaba nublado y algunas nubes sobresalían en el horizonte del reino. La naturaleza anunciaba lluvias, precedidas de algunos truenos, que molestaban al supremo hacedor, porque interrumpía sus pensamientos tan equilibrados. Se sobrepuso de ello, dado que la decisión no podía demorarse más. Habría que tomarla sin más retrasos.
¿Qué es lo que había decidido Dios? Mientras desayunaba a primera hora de la mañana iba desatando todos los nudos que todavía quedaban sueltos, porque todo lo tenía controlado a la perfección. Dios, tomaba pan del cielo, del que sacaba una buena rebanada, que untaba con tomates del paraíso y dos lonchas de jamón de su granja celestial. Se lo dejaban todo en la mesa con una jarra de zumo y café caliente. No consentía que le sirvieran, puesto que le gustaba hacerlo a él mismo, poniendo las cantidades que le parecían adecuadas.
En el Reino de los cielos no había hambre, porque tenían suficientes productos para satisfacer sus necesidades. A este fin, se sentaban en grandes mesas y desayunaban en común. Servían los ángeles, que tenían a gala ponerse a disposición de los seres humanos, que habían muerto, pero vivían en la contemplación del Padre común.
Su cuerpo físico (no hay que olvidar que era Dios y hombre verdadero, según las enseñanzas ancestrales) se sintió reconfortado con el desayuno y pasó a continuación a su mesa de trabajo. Había pedido a todos sus asistentes no ser molestado por nadie, porque tenía mucho trabajo que hacer hasta la hora del almuerzo, que acostumbraba celebrar con el gabinete de sus colaboradores más electos en torno a las 2 de la tarde. Por eso todos desayunaban fuerte para poder resistir, aunque hacían un receso breve a las 11:30 para tomar un café que sorbían de inmediato.
–Oh, Dios mío –musitó el Padre–, ¿por qué me das tal cantidad de trabajo y tan poco tiempo para resolverlo? Otra vez tengo que llevar a cabo una creación, que consideraba ya terminada, pero de nuevo el Espíritu me empuja a continuar, ya que todo resulta muy difícil y los engranajes necesitan engrasarse de nuevo.

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