Alejandro Magno y los filósofos cínicos: A la caza del tesoro espartano – Juan Carlos Ruiz Franco

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La obra comienza con notas biográficas de Diógenes el cínico y de Alejandro Magno, con sus vicisitudes de juventud incluidas. En un momento determinado surge el tema del tesoro que los espartanos quisieron regalar, 65 años antes, al rey de Persia, para que les ayudara a arrasar Atenas y borrarla del mapa. Ese tesoro debía de estar en el palacio de Sínope, que es adonde se llevó y donde se quedó, y su custodio durante todos esos años ha sido el chambelán, Higinio. Aprovechando que Alejandro Magno va a hacer su entrada en Asia Menor para intentar conquistar todo el Imperio Persa, un grupo de personas, entre ellas Diógenes y Aegea, su mujer y una de las integrantes del grupo que llevó el tesoro al rey de Persia, desean hacerse con él.

Se narran las peripecias de la consecución del tesoro, con la colaboración de uno de los espías persas que acompañaron al grupo de espartanos cuando trataron de que el rey persa Artajerjes II lo aceptara. Por otra parte, Alejandro Magno no se conformó con conquistar el Imperio Persa, sino que puso su mirada en la India. Ante esto, Diógenes el cínico, que formaba parte de la corte de Alejandro, se mostró dispuesto a seguirle para conocer a los filósofos gimnosofistas, que ni siquiera tienen ropa y que comen lo que les ofrece la naturaleza, y de vez en cuando alguna persona.

Alejandro quiere seguir con sus conquistas, pero sus hombres están ya cansados de tantos años de campaña y desean volver a sus hogares. Al final cede y comienzan el viaje de vuelta, que Alejandro decide que sea bordeando el océano, por una zona de cientos de kilómetros de desierto que dejan su huella en el ejército. Por fin llegan a Babilonia, desde donde cada uno regresa a su casa. Pero dos siniestros personajes envenenan al conquistador y logran matarle. Una vez fallecido, se le trata como si fuera un dios. Si no hubiese muerto tan joven (33 años), ¿quién sabe qué nuevos territorios conquistaría y qué extensión tendría su imperio?

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Extracto

Mar Egeo, Grecia, 386 a.C.
Yo, Diógenes de Sínope, a pesar de mi juventud, ya sé lo que es cometer un delito y cumplir una condena. Me encuentro haciendo el viaje necesario, desterrado de mi ciudad. Desde la cubierta del barco que me lleva desde Lámpsaco a Atenas, contemplo la belleza del Mar Egeo en un día tranquilo y soleado, con su superficie salpicada de pequeños islotes aquí y allá, y el cielo completamente azul.
Tengo veintiséis años de edad -aunque aparento mucho menos gracias a mi condición de lampiño y a mi cabello rubio-, y soy hijo de un ex banquero importante de Sínope que había falsificado moneda desde hacía tiempo, y que después seguiría haciéndolo con ayuda mía. Mi padre había participado en la reunión que el rey de Persia, Artajerjes II, tuvo hace unos trece años con personajes relevantes del mundo de la política y el ejército, después de haber recibido, atendido y despedido a unas legaciones ateniense y espartana . Yo estaba esperando que mi padre terminara, y mientras tanto paseaba por las salas del palacio a las que se permitía el acceso. Llegué a donde se encontraban un grupo de atenienses y otro de espartanos. A pesar de mi corta edad, al ser ya adolescente, era sensible a la belleza femenina y en un instante me quedé maravillado ante la belleza de la espartana a la que llamaban Aegea, con su cuerpo voluptuoso y atlético al mismo tiempo, además de un precioso cabello largo y rubio. Y, aunque no pudiera juzgar bien por no entender por entonces de cánones de belleza masculinos, me di cuenta de que su acompañante, Antístenes, de Atenas, también era apuesto y con buena figura, si bien se notaba que era mayor que ella. Intenté entablar conversación con los dos y, aunque ambos seguían en su fase de coqueteo, intercambié unas palabras con Antístenes. Me informó de lo que le estaba sucediendo en esos momentos a Sócrates, el motivo por el que estaban allí y, ante la explicación de que él mismo abriría una escuela de enseñanza en Atenas, dije que me encantaría formar parte de ella: tanta era la fascinación que sentía por la pareja que aseguré que, si alguna vez decidía quedarme en Atenas, sin duda me inscribiría en su escuela. Antístenes se sintió halagado por mis palabras, pero no me hizo mucho caso porque su tarea en ese momento era otra muy distinta.
Fui también testigo del fantástico tesoro que los espartanos habían ofrecido al rey de Persia para que les ayudara en su lucha contra los atenienses, si bien no llegué a observarlo detenidamente. Tanto oro y piedras preciosas juntos llamaban la atención por fuerza. Las puertas de los cofres seguían abiertas después de que Artajerjes II los viera y los despreciara. Él, igual que los atenienses y los espartanos, supuso que después se lo habían quedado los espías asignados a estos últimos y que habían huido con él. Todo esto recordaba yo mientras miraba el tranquilo mar.
– ¿Qué tal estás, joven Diógenes? ¿Te marea el movimiento del barco? ¿Tienes algún otro problema? -me pregunta Ificles, miembro de la tripulación del barco. Yo destacaba por mi simpatía, y el día después de zarpar ya me conocían todos. Además, me tomaban por más joven de lo que era en realidad. Tenía 26 años, pero me creían adolescente.
– Me encuentro bien, gracias. Es mi primer viaje en barco, pero me he acostumbrado pronto al vaivén de la embarcación.
– Me alegro. Hay muchas personas que se ponen enfermas en sus viajes en barco, sobre todo en las primeras ocasiones, hasta que se acostumbran. Parece ser que tú no eres de ellas -dijo Ificles.
– A pesar de los motivos de mi viaje, me siento feliz de estar en este barco porque voy a volver a ver a alguien muy querido -dije, pensando en Aegea.
– Conozco los detalles de tu viaje forzoso, al menos los de la partida, y espero que tu estancia en Atenas te resulte grata. Puesto que ya eres un desarraigado, ¿no has pensado en enrolarte en este u otro barco, en la tripulación?
– No, gracias. Creo que la experiencia sería demasiado fuerte. Un barco me sirve para desplazarme, pero no para vivir en él.
– De acuerdo, joven Diógenes. Espero que lo que nos falta de recorrido te resulte propicio y que los dioses te guarden -Ificles puso fin a la conversación y se dirigió a efectuar algún trabajo que le habían encomendado.

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